jueves, 15 de abril de 2010

Un muerto más, un muerto menos

No hay país donde esconderse
cuando ataca el chacal de la desidia.

No hay lugar donde desaparecer
cuando la hiena de la abulia
se sube a la silla, se pone la cuerda
alrededor del cuello y ansía la carnaza
que quedará después del cuerpo inerte.

No hay isla ni archipiélago
donde sobrevivir al hundimiento
cuando la policía de lo mediocre
levanta, un rato después, el cadáver
y escribe en un papel
amarillo: muerte por suicidio,
por sobredosis de realidad,
por naufragio de la mente
-vencida por las turbulencias del vuelo raso
de la memoria-,
por mordedura del áspid
que campa en la caverna
donde se guarda lo irracional,
lo inescrutable,
por la presión irreductible
de los oscuros deseos
que gobiernan otros que no somos
nosotros.

Y luego, ya en el cementerio,
los llantos y los gemidos,
y todos esos tópicos absurdos
que llenan páginas de la normalidad.

Campana y se acabó,
quiso que pusieran
en su epitafio,
en honor a su adolescencia,
época convulsa aunque de grato recuerdo,
pero ni siquiera en eso
se salió con la suya.

Después, aquel niño, Miguelito,
se acerca
escapándose de la mano
de su madre que llora en un entierro vecino
y se queda mudo mirando la lápida.
Apenas sabe leer:
'Anana lo alabó'

- Mamá, ¿qué quiere decir
'Anana lo alabó'?
- Cariño, son cosas que ahora
no puedes entender.
- Maaamiiii, anda, dímelo
- Pues, nada, que ese señor
fue muy amado por una chica
que se llama Anna.

Miguelito sueña esa noche
que se hace grande
y es muy feliz cogiéndole
la mano a Anana, una chica
muy guapa que lo quiere mucho,
todavía no sabe
que es el amor
y cómo duele cuando desaparece.

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