viernes, 7 de octubre de 2011

A mis 41 años

A mis 41 años
se hace cada día más difícil
soñar,
esa obligación ideológica
de la juventud que nos alentó
en los grandes días imaginados,
cuando aún el amor y la justicia
universal
eran bendiciones de una inocencia
planteada desde la más absoluta
de las militancias.
Aspirábamos a un lugar en un país
llamado Éxito que constantemente
nos ofrecía la banalización
del futuro en manos
de unos mayores
que fueron modelos de islas desiertas
ocupadas solo por la ambición
de unos fantasmas
que al final han acabado
por convertirse en sombra
de nuestra sombra.
Y ahora que el futuro no es
esa promesa de paraíso
y que solo el día a día
-superpuesto bajo las órdenes
de un realismo que acoje
guerras y postguerras
como referencia de presente-,
ahora que sigo  muriendo
porque no muero
aunque ya no estés
conmigo,
me apetece descubrir
las entrañas desgastadas
por el buitre de la costumbre
y mirar a mi familia,
a mis amigos, a mis conocidos
y, en general, a mis congéneres
y decirles que aunque sé
que reventaré
antes de capitular,
a veces no queda otra
que agarrarse a la locura
y tirar fuerte de la cuerda,
a ver si en una de éstas
Dios me concede el don
de volver a confiar en el ser humano,
esa especie en peligro de extinción
cuya soberbia le ha ha hecho creer
que podía doblegar la naturaleza
a su antojo
y que con solo desear alcanzaría
la gloria que nunca estuvo cerca.
Porque también la demencia existe
y el olvido total es su consecuencia
última.
Así que a mis 41 años
cada mañana al levantarme
me resulta más increíble
comprobar que todavía respiro
y que hay en esta tierra
algunas personas
a las que todavía les importo,
a pesar de la desesperación
galopante
y estos últimos meses
de aferrisada lucha contra
el descarrilamiento
definitivo del tren de la esperanza.

Y solo se me ocurre una palabra:
gracias. O tal vez dos: de nada.

No hay comentarios: