sábado, 23 de abril de 2011

Hubo un hombre una vez

Hubo un hombre una vez
que soñó la igualdad
de los seres humanos
imaginó un mundo
en el que cada hombre
y cada mujer eran iguales
a los ojos de Dios
el único todopoderoso superior
-pues sabía que alguien
debía ser superior
para que todos fuéramos iguales-
y por si este sueño
no se materializaba en la tierra
también soñó la vida eterna
en la que seríamos juzgados
en función de nuestros actos
-pues bien sabía de nuestra necedad
y debilidad-
y para dar contenido de verdad
a su fantasía legítima
de igualdad, justicia y bondad
ofreció lo único que tenía:
su cuerpo; ya que su alma
siempre fue suya en tanto
en cuando el misterio de la Santísima
Trinidad lo hace Dios Todopoderoso
a la vez que Hijo del Padre.

Hubo un hombre una vez
que soñó una revolución
pacífica del alma
a través de la fe y la moral
de hombres y mujeres
en el transcurrir de su vida
terrenal y vulnerable
estableciendo para ello unos
mandamientos básicos:
amarás al prójimo como a ti
mismo y a Dios -por si acaso-
por encima de todas las cosas,
dijo cosas.

Hubo un hombre una vez
que se atrevió a encarnar
lo sagrado del hombre y la mujer
a través de la humildad
y la palabra
al que todavía hoy recordamos.

Y es que hubo un hombre una vez
cuya luz abrió la puerta del cielo
desde la simplicidad de su tiempo;
es hora, pues, de atrevernos
a seguir el sendero de la trascendencia
y recoger el testigo que Él dejó
en un rincón de nuestras almas
resistiendo a inclinarse ante el vértigo
de la tiniebla.

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